El Portal del Cementerio es una obra monumental diseñada por el arquitecto Francisco Salamone.
Es una manifestación de estilo Art Déco, reconocida a nivel internacional.
Construida por el artista Francisco Salamone, arquitecto italo-argentino, que vivió y trabajó en Argentina y realizó entre 1936 y 1940, más de 60 edificios en 25 municipios de Buenos Aires.
Ubicado en un amplio valle entre las Sierras de la Ventana y Pillahuincó, el cementerio se encuentra rodeado por el verde del campo y los grises de las sierras. La entrada es una gran rueda de cemento en la que se integran una cruz y la cabeza de Cristo. La Asociación de Turismo Comunitario del pueblo turístico de Saldungaray ofrece, a través de su centro de interpretación, información detallada sobre las obras salomónicas.
Salamone nació el 5 de junio de 1897 en Leonforte, en la región de Sicilia, Italia. Emigró a la Argentina entre 1903 y 1906 y junto a su familia se radicó en Buenos Aires. Cursó sus estudios secundarios en la Escuela Técnica Otto Krause donde se graduó como maestro mayor de obras, y continuó su formación en la Universidad Nacional de La Plata y en la Universidad de Córdoba. En aquella ciudad fundó, junto a su hermano Ángel, una empresa constructora dedicada a la obra pública, en particular a la pavimentación urbana. En el año 1920 se recibió de ingeniero y en 1922 de ingeniero civil, ambos títulos otorgados por la Universidad Nacional de Córdoba. El título de ingeniero le permitió proyectar y dirigir obras de arquitectura, por lo cual en las obras se identificó como Ing. Arq. Francisco Salamone.
En Saldungaray, Salamone dejó su sello con cuatro obras: el cementerio, el mercado, el Palacio Municipal y el matadero (ya no existe). Quedé impactado particularmente con el cementerio. Entre el campo y las sierras y a orillas del rio Sauce Grande, un portal de 18 metros de diámetro, con un Jesucristo de formas geométricas en el centro del portal, impacta y mas aún viéndolo desde lejos. Llegué al mediodía, el portal es azul, le pegaba el sol y reflejaba —no brillaba o al menos no parecía brillar— la luz solar, que le daba una especie de profundidad mística, convirtiéndolo en un portal hacia el otro mundo.
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