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lunes, 31 de mayo de 2021

Potrillo Oscuro, La Pampa


Recorriendo la ruta provincial 14 entre la localidad de Cereales y la RN 35 se encuentra esta hermosa estancia històrica de La Pampa.

Potrillo Oscuro, y un hermoso atardecer, con un molino a la orilla de la ruta.











“Potrillo Oscuro” fue escriturada por Ataliva Roca, quien en 1883 le ofreció al casique Pincén ir a trabajar a lo que no hacía mucho eran su campo. En “Potrillo Oscuro” está el “Caldén del Bajo”, desde donde dicen salía disparado el caballo negro en las noches claras cerca de la estancia.



Aquel caballo que según la versión de Enrique Stieben salía a disparar desaforado en las noches claras de julio, haciendo temblar la pampa silenciosa bajo sus cascos embrujados

La captura del cacique Vicente Catrunao Pincén tuvo lugar en las inmediaciones de Malal-Có, una laguna situada en la inmensidad de los bosques de caldén al norte de la actual ciudad de Santa Rosa, La Pampa. Allí pasó sus últimos días como soberano de una de las comunidades indígenas libres más importantes del centro de Argentina.

De acuerdo con las innumerables menciones de los partes militares de la época en los “Montes de Potrillo Oscuro” se encontraba Malal-Có, el lugar donde el cacique fijó su último asentamiento. Sin embargo, el “Potrillo” que daba nombre a esas tierras era el protagonista de una leyenda o de un relato sobre un hecho real y tenebroso que sacudió la memoria de las comunidades pampeanas.







La leyenda

Desde temprano nomás, los perros de la Estancia se muestran inquietos. Aúllan lastimeros, hacia el Norte, como a distancia, intimidados, buscando refugio cerca de sus amos. Huanchul y Canhué, los dos peones indígenas que trabajaban en “El Potrillo Oscuro” se miran comprensivos:
-Hoy es jueves, ¿no?
-¡Ahá!
En sus largos años de mensuales, otras veces experimentaron la misma angustia. Era, sin duda, “El Potrillo”, que, de tanto en tanto, salía por el lado del Caldén, en noches claras de julio, a disparar desaforado por el camino, haciendo temblar la pampa silenciosa bajo sus cascos embrujados.
En las escasas moradas de entorno, orábase, siguiendo con el oído atento y el corazón en suspenso el fantástico galope desenfrenado El Potrillo, en el hueco expectante de la calma pampeana. ¿Quién no lo había “oído patente” alguna vez con el alma encogida?
Pero esa noche el asunto parecía más serio que otras veces… ¿Alguien extraviado o ignorando aquello podría haber tomado por el camino del Caldén? Desde muchos años atrás, nadie osaba pasar por ahí a tal hora. Hubiera sido cosa de insensatos o de locos. Próxima ya la medianoche, aún permanecen en la cocina, mateando a luz mortecina del candil, para disimular su desazón con pretextos pueriles. Y aquietar el desasosiego del ánimo propenso a lo misterioso…
De pronto, oyen un tropel inaudito por el lado de la tranquera, como si el mismísimo Potrillo hubiera rodado allí estrepitosamente. Y vuelven a mirarse cohibidos. A pesar de la barahúnda de los perros, escuchan anhelantes… Ahora el tropel viene hacia la casa. Es como de un hombre corriendo pesadamente. No salían de su estupor. Por las dudas apagaron la luz débil y tantearon el cabo del cuchillo, presas del pánico. El hombre venía jadeante, directamente a la cocina. Con sus afilados ojos indios y también porque se aquietaba la perrada, se dieron cuenta. Se trataba de un conocido. Era Silvano, el mensual que días atrás saliera con un rodeo a Trehuá.
El estrépito había sacado del sueño a los moradores de la estancia, que interrogan a gritos, corriendo de un lado para otro, armados de cuanto elemento pudieran levantar. Encendida la luz, entró Silvano hecho una calamidad. ¡Ya no podía más! Lívido, los ojos saltándoseles de las órbitas, sin sombrero y su gran melena revuelta, parecía enloquecido. Al dejarse caer sin aliento, sobre un banco, perdió el conocimiento ante el estupor de sus compañeros.
-¡Hum!- gruñó Huanchul.
-Y… ¡nunca quiso creer!- aclaró Canhué.
-¡El Potrillo!- adivinaron todos en voz baja.
-¡Ahá!, así ha de ser, nomás, refunfuñó nuevamente Huanchul.

En tiempos del indio, solían referir los viejos, al pasar por el Caldén del Bajo (de día, se entiende), todo paisano ataba a sus ramas un trapito con algo envuelto, como ofrenda a Gualicho, para conjurar sus maleficios. Por eso sus ramas parecían cuajadas de frutas de diversos colores y tamaños, porque en otra época había ocurrido allí una tragedia imborrable de la memoria colectiva de la barbarie [sic].
De día no se ve nada, a no ser yuyos, tierra y árboles. Hasta parece imposible que puedan ocurrir de vez en vez, cosas del infierno en semejante lugar. Año tras año, algún transeúnte reavivaba el recuerdo del espeluznante suceso, relatándolo con lujo de detalle.

Y si no, ahí estaba el caso fresco de la Flora, aquella muchacha alegre y traviesa del puesto, que siempre se reía de las apariciones, con gran aflicción la madre, temerosa de que algo pudiera ocurrirle a la hija a consecuencia de su mofa.
-¡Pero máma!. ¡Creer en esas sonseras!, - burlábase
…Hasta que una noche, al salir de la cocina a buscar agua al pozo, se le apareció el fantasma del viejo Nahuel, tal como lo describían las conversaciones, agarrándola de una mano.
-¡Quedó trastornada para siempre!- completó Canhué al relator.

Porque Nahuel Caniú, famoso machi, vivió pues al pie del Caldén, durante muchos años, y su ruca era un lugar de peregrinación de los indios de treinta leguas a la redonda, para consultarle sus males. El toldo del “mano santa” estaba lleno de trebejos y remedios de toda clase, así como amuletos, truntrunes, uñas arrancadas a cristianos vivos, sesos de lechuzas disecados, dientes de víbora, todo guardado en cien saquitos de cuero de vizcacha.
Entre tantos peregrinos llegó también un día Pichi Ancau, de Meucó, por su padre tullido, jinete gallardo en un soberbio caballo oscuro tapado, boleado por él allí, cerca del Caldén, de pasada, años atrás, cuando era potrillo. Decían que pertenecía a un puntita de yeguas de Nahuel. Pero Ancau, riéndose, afirmaba tratarse de animales cimarrones…
El Potrillo había salido buenazo: ligero como el viento, era ganador de cien carreras; aguantador como mula, era el caballo de pelea incomparable de su dueño infatuado , a quien, el prestigio de su flete, hizo olvidar demasiado pronto, la procedencia no del todo limpia.
-¡Marímarí!, Nahuel Caniú- habría saludado el visitante.
-Marímarí- contestara el pitoniso, distribuyendo sus ojitos achuñandos entre el jinete y su caballo.
Si Ancau hubiera sido menos atolondrado, hubiera advertido en el acto el rictus harto elocuente de Nahuel. Pero pagado de su inmensa vanidad, atribuyó, como siempre, a envidia, lo que era una sentencia, y se quedó a pernoctar, porque el Potrillo necesitaba un resuello, aceptando incluso alguna comida y unos tragos de chicha.
Al día siguiente cuando despertó, tuvo la sensación de ser de plomo y paladeaba un trasgusto amargo. Sus miembros no obedecían a ningún esfuerzo; pero su cabeza estaba lúcida. ¿Se hallaría tullido, también él, como su padre? Quiso incorporarse. ¡Inútil!. Pero no sospechó el maleficio sino cuando apareció Nahuel, hiriéndole con su risita acerada y ojillos diabólicos, para espetarle de improviso esta saeta, al verle impotente:
-¡Ese Potrillo me lo robaste! ¡Je! ¡Je! ¡Je!
Ancau palideció. Estaba perdido. ¡Para qué hablar!

En Meucó esperaron en vano el regreso de Ancau un mes, lapso durante el cual falleciera su padre. Fechuyé, la china querendona de Pichi, desesperada, no se dio tregua, después de esperar inútilmente, en movilizar a sus familiares, para salir en busca de su huenthú. Su instinto de mujer le golpeaba los oídos. Algo había ocurrido a Pichi. Las sospechas empezaron a roer la apacible calma del aduar. Se repitieron los consejos de familia y las consultas a los ancianos, hasta que un día emprendió viaje una comitiva sombría, jurando terribles amenazas, de confirmarse los rumores, trágicamente dispuesta a conmover a Mamüll Mapú , con un suceso memorable, como era ley en sus costumbres.
Pero recién con el andar del tiempo se supo la desaparición del Toldo de Nahuel y del Potrillo. Lo ocurrido ahí quedó en el misterio, por encima del cual se difundió y afirmó la noticia nunca admitida por Silvano, a pesar de las muchas personas que le repetían invariablemente del mismo modo.

Silvano estuvo muy mal a consecuencia de aquel encuentro. Al día siguiente, sus compañeros constataron estupefactos que su renegrida melena estaba blanca, y él, Silvano Freyre, afamado por su seriedad e innegable presencia de ánimo en las situaciones más peliagudas, parecía encorvado bajo el peso de un siglo, vivido en una sola noche de pavor. Varios días permaneció mudo. Temieron por su salud mental.
Parecía sonámbulo.
-Alíviese, don Silvano, contando el sucedido. Es el mejor remedio - aconsejóle, plenamente convencido el viejo Huanchul.
Pero Silvano no habló. Su rustica complexión de criollo criado cara a cara con la vida, no sabía del alivio en la confidencia: consuelo en el sufrimiento. Sólo a pedido del patrón, que le tenía en gran estima, habló una noche, abriéndole cauce al discurso en el cementerio de recuerdos de su cabeza cansada.
¡Por fin sabrían de cierto lo de El Potrillo! Y desde ese instante quedaron colgados de las sombrías palabras del compañero apreciado, actor peregrino en un episodio descomunal.
“-Volvía de Trehuá, como ustedes saben - comenzó fatigoso. No quise hacer noche en Naicó, porque conozco todas las huellas, y las leguas no eran muchas. Me largué, pues, al anochecer, cortando campo con mi tropilla… Daba gusto andar bajo el esplendor de la Luna llena, saludado de lejos por los teros vigilantes, y ver en el espejo de las lagunas los grandes florones rosados de los flamencos; sorteando guadales en el monte poblado de ruidos misteriosos y crujir de hierbas pisadas por los animales nocheros. Por suerte se me ocurrió ensillar el zaino a una legua de acá. Parece advertencia milagrosa. Armé un cigarrillo y seguí al tranco, sin pensar en nada, sola mi alma en la inmensidad, cuando de repente - así es el destino- paran las orejas mis caballos y bufan espantados. Sin darme tiempo, la tropilla remolineó y después de unas vueltas disparó al monte, despavorida. El zaino bellaqueó como potro recién boleado, con ganas de voltearme y juntarse con sus compañeros…
“… Era el galope que cuentan, retumbando como bajo tierra. Pero no era así, porque sin haberlo visto llegar de ningún lado lo tuve impensadamente a mi espalda. No me explico de dónde pudo salir tan de golpe. Parecía de día… ¡Cosas del infierno! Se venía como a tragarme. No era un animal de carne y hueso, sino de cerrazón… Nunca me tuve por flojo. Pero esa vez se me erizó el pelo y oleadas de sudores fríos me azotaron el cuerpo. Allí cerquita sentía ese ventarrón de caballo fantasma, con la crin flotando como poncho al viento, haciendo retemblar el suelo. Un relincho hiriente de padrillo me traspasó la carne y a duras penas pude enderezar mi zaino en la huella. Estaba loco de miedo el pobre animal. Pero se tendió como lonja, seguido a un metro por ese caballo del infierno quemándome con su aliento de fuego… ¡Por Cristo que fue fiera la carrera!... Pero con todo, ¡vi al Potrillo con la frente hundida de un bolazo, chorreando sangre!
-Y sí, pues -comentó Canhué- Lo tuvieron que matar de un bolazo porque no lo pudieron llevar. Estaba emprendao a Nahuel…
“-Sin saber a dónde iba, perdido, desemboqué, sin darme cuenta, en el Bajo…”
-¡Animas benditas!- se santiguaron horrorizados los presentes.
-“¡Que Dios lo tenga en su santa Gloria! - continuó Silvano- Lo que nunca quise creer, lo vi esa noche con estos ojos, patente, como retrato vivo. Allí estaba el toldo de Nahuel ardiendo en llamas sin calor, y el viejo colgado de la rama que da sobre la huella, con una cuarta de lengua afuera y los ojos saltados.
No sé cómo llegue a la tranquera.
Me trajo el zaino…
¡Pero allí dejó la vida…!”
Alguien, quizás el mismo Silvano, plantó una cruz al pie del caldén fatídico. Desde entonces no aparece El Potrillo. Esa cruz fue levantada por un arbolillo que salió a sus pies y hoy se halla en el ramaje a cinco o seis metros de altura, cerca de “La Segunda”.




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